sábado, 2 de marzo de 2013

El santo, el bufón, el artista, el niño V


El santo, el bufón, el artista, el niño

V



¿Si no la infancia qué había entonces que no hay ahora?

Saint John Perse, Elogios

Lo que caracteriza al niño es la capacidad de ver todo con ojos nuevos. Como el tiempo aún no ha terminado con su mirada, el mundo se devela ante él.

Todo es nuevo, por tanto todo es capaz de ser admirado, cuestionado, conocido. El abismo es al mismo tiempo miedo y aventura. El temor a lo desconocido no paraliza al niño pues precisamente se encuentra en el punto en que lo desconocido lo es todo.

Ante esa desgarradura no se esconde: camina; lo mira de frente; con temor tal vez, pero lo enfrenta. Arrojado al mundo, ve en el árbol al bosque; en la gota de agua al mar; en la arena un desierto. En todo se equivoca y en todo tiene razón, pues el mundo está por ser nombrado con cada día.

Lo que falta en la mirada del adulto es la inocencia antes del pensamiento: antes de conocer las palabras de los otros. Es la conciencia la que lo detiene; es también la conciencia la que lo ciega ante el universo. No ve: compara con lo que ya ha conocido.

Los días dejan polvo en la mirada; cada año que pasa desdibuja al mundo. El camino recorrido se trasforma en un pensamiento: en una pintura que apenas si miramos al pasar; en una palabra recorrida una y otra vez, desgastadas sus sílabas: una imagen desvaída, amarillenta por el polvo que guarda en la memoria.

Cuando la imagen perfectamente construida y memorizada que el adulto tiene del mundo es alterada nace el miedo. Tememos lo desconocido. La mente humana discrimina aquello que pueda alterar la concepción ya ordenada del mundo que se ha construido. No ve: reconoce lo que ya sabía de antemano: recorre con la mirada una superficie que ya había memorizado.
En el momento en que es imposible dejar de percibir cómo el universo que creíamos firme se desmorona, sólo nos queda el horror. La muerte, el amor, el dolor y el gozo; una tarde de incendio y una noche bañada en luz y lluvia. Necesitamos explicar o nuestro vano orgullo será tirado por la borda. Nuestro universo en que la explicación es nuestro único sostén, desparece. Las certezas no valen y conocemos el miedo. Y con él, la parálisis. No podemos dar nuevos nombres al juego. Perdidos en un mundo del que ya no sabemos nada.

No es así para el niño: como no ha construido aún ese terreno desértico y yermo que da la seguridad al hombre adulto, no puede sino mirar todo lo que a sus ojos se presenta: conocerlo y nombrarlo por vez primera. Porque para él la palabra árbol no muestra a una abstracción, sino al árbol material que acaba de ver: con el viento entre sus  ramas, la luz primera más allá de las hojas. La palabra tiene cuerpo: la palabra tiene alas.

Ver el abismo es también conocer las alturas. El mundo es terrible y maravilloso al tiempo. Lo maravilloso es terrible se transforma en horror porque escapa a los límites humanos. El niño conoce ese terror y lo afronta; lo nombra. Ese nombre es el juego.

Al comienzo todo fue juego. Un juego a veces monótono, otras terrible, otras  inocente. El niño al inventar las palabras, inventa también los juegos que estas palabras habrán de nombrar. Con la misma facilidad cambian un cuento por otro; deshacen las reglas que antes habían tomado como lo más importante del universo.

El juego es aquello que escapa al tiempo. Esos instantes en que las reglas se convierten en lo más importante: el mundo se transforma en un gran escenario: música, teatro, baile; juego.


Nosotros, muchos años después, también jugamos. Pero nuestros juegos tienen otros nombres. Carecen de la ligereza que tuvieron en un principio. Las risas pesan; se vuelven piedras. El nombre de estos juegos y sus reglas se han aprendido de memoria y vuelto inamovibles: el sexo, el dinero, la fama.

Los juegos de los niños cambian de un momento a otro: el niño que fue devorado por un tigre momentos antes, reencarna en un lagarto en el siguiente; el que cayó abatido al suelo en unos momentos regresará en una nueva forma. El adulto que se ha creído el juego de la guerra no reencarnará; el que ha acabado con la voluntad de una persona en los juegos de seducción no jugará con él otra vez. Morimos por nuestros juegos, pero nuestra falta de alegría, nuestra irremediable seriedad nos impiden sonreír y comenzar de nuevo. Desde el principio.

Los pies del niño son ligeros; vuelan. Los pies nuestros se arrastran y toda la armadura de nuestro conocimiento es un lastre que nos imposibilita bailar.

No hay, entonces, aventura. La muerte es un fin porque es lo desconocido. El que no se atreve a mirar al horror no puede renacer. Y quedamos entonces solos en esta orilla: con nuestros juegos que se han transformado en nuestra cárcel.

Los locos conocen el abismo pero se quedan aterrados por su inmensidad; el artista juega con él y vive en la expresión, por ella se le va la vida; en ella vive. El santo goza su magnificencia. Sólo el niño reúne en él al santo, al loco y al artista. Nosotros somos el fracaso de lo que él fue la promesa.

 César Alain Cajero Sánchez

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