sábado, 27 de octubre de 2012


El santo, el loco, el bufón, el artista y el niño

III

 

El santo nos atemoriza. No es uno de nosotros. Ha visto otra parte del mundo y ha regresado para mostrarlo. A diferencia del loco, no ha fijado su vista en ese abismo y se ha quedado ahí. De la experiencia de la noche oscura del alma ha tenido la fuerza o la locura de afirmar: su palabra es un sí a ese conocimiento y a esa experiencia.
 
No sería justo llamar al santo un modelo de bondad pues su fuerza la extrae de fuera de sí: un verdadero santo no es ya un simple hombre bueno. Al contrario, en su frente arde el fuego y conoce a través de su cuerpo: es a través de su cuerpo que conoce a Dios. Y que conoce a la realidad.
 
El santo no cree que el universo sea bondad. Conoce el dolor y el abismo en el que se encuentra el ser humano. Toda su grandeza consiste en haber mirado a ese abismo y atreverse a decirle sí, y atreverse a decir que de ese abismo nacen flores. Que todo es sagrado pues a través de ello habla otro nombre.
 
Es ese dolor el que nos intimida; es esa alegria la que nos repugna. Nosotros preferimos llorar cuando ellos prefieren reír. Preferimos lamentarnos en donde el santo conoce el placer que está más allá del placer mismo. Conoce que detrás de cadaq dolor hay un abismo y que ese abismo en sí mismo es deseable porque es santo. El nombre de los dioses es el Horror porque escapa a nuestros límites. Todo lo que escapa a nuestras visiones es causa de temor para un espíritu acostumbrado a las certidumbres; para un ser cobarde.
 
Para conocer a la verdadera valentía es necesario ser santo; dejarse poseer por esa locura y esa alegría. Entregarse. Conocer al monstruo que está del otro lado y amarlo.
 
Amar a lo que no conocemos. Amar por el mismo placer de descubrirlo con nuestro camino. Amar a lo que nos devora y nos sobrevive; esa es la gran experiencia de los santos.
 
Nosotros, débiles y enfermos, carecemos de su grandeza. Preferimos un templo hecho de certidumbres mediocres al amor sin límites a lo conocido y lo desconocido. El santo saber que hay más que un mundo porque la palabra no puede decirlo todo. No puede concebir el odio como una simple palabra, sino como un amor quemante. Y en su amor hay un ardor tan grande que destruye aquello que toca. Que incendia al mundo. Y que nos atemoriza.
 
Las certidumbres, la verdad, no valen para el santo si no puede conocerlas desde su cuerpo. No quiere conocer sino ser poseido. No quiere salvarse sino poseer: poseer para ser poseido. Ser libre para desaparecer. Dejar de ser hombre y unirse a ese misterio que es el abismo: que es el abismo que es el infinito.
 
El santo no se reconoce en los hombres como los hombres no se reconocen en él. Se ha separado de ellos (de nosotros) para mejor amarlos. No hay en su demencia una bondad como la que nosotros, limitados, hemos concebido. La bondad siempre afirma una superioridad; no así en el amor. Y el amor del santo es uno especialmente pasional pues en él descubre su propio cuerpo. Al dejarse devorar por el universo (sus ruidos, sus silencios; las palabras que al tiempo mdice sin que lo escuchemos) él mismo ha pasado a ser parte de ese abismo.
 
Queremos destruir a los santos para convencernos que sólo hay este pequeño mundo que hemos construido. Que nuestros miedos no son deplorables.
 
Tememos que nuestros miedos se revelen como lo que son: los amos de una vida que se ha negado a ser. Tememos aceptar que sólo ellos han llegado a ser libres y que la libertad es terrible.
 
 
César Alain Cajero Sánchez

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